21 de octubre de 2017

¿Qué hacer?

Confieso, de entrada, mi pesimismo. Todo parece indicar que los dos coches caerán en el barranco, siguiendo la famosa escena de ‘Rebelde sin causa’, tan citada estos días y tan apropiada para visibilizar el encontronazo político Cataluña-España. No es fácil predecir cuál saldrá peor parado, pero me temo que los daños serán cuantiosos para todos.

La sucesión de cartas y requerimientos ha sido una teatralización confusa de posturas irreconciliables. El nacionalismo catalán solo quiere negociar la independencia y el Gobierno español no puede negociarla ni mucho menos puede aceptarla, por lo que recurrirá al artículo 155 y suspenderá parcial o totalmente las instituciones de autogobierno y asumirá sus competencias, nadie sabe cuáles, ni por cuánto tiempo, ni cómo lo implementará. Todo son incógnitas en un escenario fatal. Nadie sabe tampoco cuáles serán las consecuencias políticas de un camino inédito, para el que no existe mapa porque ni siquiera hay territorio para dibujarlo. Sabemos, eso sí, que los daños económicos y sociales son enormes en Cataluña y que la herida en la delicada piel de las relaciones Cataluña-España tardará en curar, si es que lo hace algún día.

 ¿Hay todavía alguna esperanza de evitarlo? Tiempo tenemos, porque la aplicación del 155 exige una tramitación parlamentaria que ofrece márgenes temporales amplios y porque el debate parlamentario es siempre el foro adecuado para solemnizar propuestas y encontrar vías alternativas al cruce de declaraciones y amenazas en el que estamos hoy. Pero hay una pregunta crucial: ¿Está la Generalitat dispuesta a negociar algo distinto a la independencia de Cataluña? Porque, si lo estuviera, ya habría llegado el momento de poner sobre la mesa la enorme fuerza que atesora después de estos siete años de ‘procés’ y obtener así un nuevo marco constitucional-estatutario para los próximos veinte o treinta años.

Algunos dirigentes del PNV confiaban en que el nacionalismo catalán aprovecharía su acumulación de fuerzas para conseguir una negociación de este tipo. No creían que el desenlace fuera este. Pero, al igual que muchos otros, se equivocaron. La vía independentista era sin marcha atrás, sin freno, hacia la unilateralidad impuesta por las bravas a sus conciudadanos y a España. Se trataba, y desgraciadamente se trata, de un camino sin retorno que buscaba la carambola de un apoyo internacional que materializara su quimera o morir en el intento, quemarse en la hoguera purificadora de la represión española, para que el sentimiento independentista alcance la dimensión social mayoritaria que actualmente no tiene. En el fondo este es el dramático juego en el que estamos.

Ya no importa analizar quién fue el primero. Ya hemos leído y oído suficiente sobre los errores que todos cometimos en los últimos quince años. Porque todos, nadie se salva, lo hemos hecho fatal desde que, con las mejores intenciones, iniciamos en 2005 la reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña, hasta acabar con la sentencia del Tribunal Constitucional en 2010. Lo cierto es que sobre aquella «decepción y desafecto», el nacionalismo catalán ha construido una estrategia de agravio y separación fáctica de España, que ha llegado a su meta. Si España cede, negociará las condiciones de nuestra marcha. Si nos reprime, haremos más grande el mito y algún día será posible lo que hoy no lo es.

El problema es que, llegados hasta aquí, nadie controla los movimientos. De hecho, ya estamos en un escenario descontrolado. Comienzan los escraches, las empresas se van, un juez aplica la ley y encarcela a dirigentes independentistas, se convocan manifestaciones de protesta todos los días, nadie asegura que no haya violencia en algún momento, los sentimientos se exaltan, la ruptura social se acrecienta, las redes se incendian con chistes y vídeos antagónicos, la gente se asusta... Nadie sabe cómo acaba esto. ¿Cuál será el sentimiento de los catalanes dentro de tres o cuatro meses, si son llamados a las urnas? ¿Y si esto dura dos años, cuál será entonces su visión de lo que ha pasado? La independencia unilateral y por las bravas es imposible. No solo por razones de legalidad incuestionable. No solo porque Europa no lo quiere ni lo aceptará. No solo porque España no negociará jamás con buena fe una separación impuesta por esta vía. No solo por todo eso y mucho más. No es posible porque arruinará al país, fracturará a la sociedad catalana y situará a sus instituciones en el vacío geopolítico y económico. Sus ciudadanos, ante tal desastre se rebelarán contra esa locura y sus responsables, con consecuencias imposibles de predecir.

Solo queda un camino. En algún momento, ojalá que Rajoy vaya al Congreso (no solo al Senado) y explique sus planes. Que diga claramente cómo piensa aplicar el artículo 155, especificando qué, cuánto y cómo. Pero, por favor, que al mismo tiempo ofrezca a Cataluña una vía de negociación clara y cierta de un nuevo Estatuto en el marco de una reforma constitucional. Que les diga a los catalanes que les ofrece no uno, sino dos referendos. El primero, junto a todos los españoles, para aceptar una nueva Constitución, y el segundo solo a ellos, simultánea o sucesivamente al primero, para que los catalanes encuentren una nueva manera de ser Cataluña y estar en España y en Europa. Para ganar esta batalla, hay que reconquistar a los catalanes, romper el bloque nacionalista y ganarse a la mayoría que no quiere la independencia, pero que quiere más Cataluña.
 
Publicado en El Correo, 21/10/2017