25 de abril de 2014

¿A qué espera Rajoy?


La reforma constitucional vendrá de Europa”. Esta enigmática frase ha sido pronunciada por el presidente del Gobierno recientemente, en dos ocasiones, y no resulta fácil interpretarla. Se intuye que el presidente concibe una reforma constitucional, lo que es, en sí mismo, una noticia relevante. Se intuye también, y estas parecen ser la explicaciones off the recordde las fuentes monclovitas, que esa reforma sería consecuencia de las que Europa deberá introducir en los Tratados de la Unión para incorporar las nuevas instituciones surgidas de la crisis y para formalizar los nuevos parámetros de la gobernanza económica y monetaria.

Cabe deducir de estas intuiciones dos consecuencias. La primera, es que la idea de Rajoy sobre una hipotética reforma de nuestra Constitución se sitúa en un tiempo tan lejano como incierto, puesto que la reforma de los Tratados europeos llevará tiempo. La segunda es que, al parecer, su propuesta se limitaría a la incorporación a nuestra Constitución de los aspectos relacionados con nuestra pertenencia a la Unión y, de paso, a las consecuencias de la nueva gobernanza económica y monetaria de la zona euro.

Creo que el presidente se equivoca. La reforma constitucional no es solo una cuestión técnica, exigida por los cambios de nuestro marco institucional europeo. Es más bien la necesidad de adaptar un texto de hace 35 años a una cascada de cambios, por supuesto económicos y geopolíticos, pero también culturales, sociales y tecnológicos, que deben integrarse en nuestra Ley Fundamental. En esto coincide la mayoría de la doctrina constitucional española, que reclama a la política la apertura de ese debate y su participación en él, para poner al día un texto desfasado, incompleto y, en algunos casos, ajeno a realidades y cambios irreversibles. Desde la incorporación al capítulo de Derechos y Deberes de un conjunto de nuevos derechos ciudadanos (protección de datos, transparencia, la expansión del concepto de igualdad, el voto local de los extranjeros, las diversas formas de convivencia integradas en la familia, etcétera), hasta una nueva regulación de los derechos sociales, ampliamente evolucionados con nuestro Estado de bienestar (derecho a la salud, a la protección social, a la negociación colectiva, etcétera). Desde la superación de la prevalencia del varón en la sucesión de la Corona, a la revisión de algunas instituciones necesitadas de ajustes aconsejados por la experiencia (Consejo del Poder Judicial, Senado, etcétera). La Constitución debe ser reformada, incluso en su procedimiento de reforma, porque una cultura política de reformismo constitucional debe introducirse en nuestra práctica política, como existe entre los norteamericanos o los alemanes.

Pero además, es también una oportunidad formidable y quizás única de resolver los graves problemas de articulación de nuestro modelo autonómico y de integración renovada de algunas de nuestras nacionalidades. La crisis catalana es grave y nadie sabe bien cuál será su desenlace. La negativa legal a la consulta autodeterminista es evidente y, en mi opinión, obligada. Pero la oferta política alternativa a los problemas que nos expresa la ciudadanía en Cataluña brilla por su ausencia. El modelo autonómico tiene que ser revisado y ajustado con instrumentos federales para que España funcione mejor. Pero la integración de nuestras nacionalidades reclamará una reformulación de los parámetros de nuestra unidad. Todo ello exige reformar el Título VIII, eliminar todo el derecho transitorio de aquel periodo y renovar los pactos políticos autonómicos que lo sustentan.

La reforma constitucional llevará aparejada, además, algunas reformas legales de nuestro entramado democrático que, sin ser materia estrictamente constitucional, integran sin embargo normas básicas ligadas al consenso constitucional. Así por ejemplo, para mejorar nuestro sistema parlamentario (reforma del reglamento), o para aumentar la participación ciudadana en la política (ley electoral, primarias, listas desbloqueadas, etcétera), o para combatir la corrupción y extender la ejemplaridad y la transparencia públicas. En definitiva, para recuperar el crédito que la política necesita en un sistema democrático que está hoy bajo mínimos.

No se trata de abordar un proceso constituyente que nos obligaría a replantear todas las bases de nuestra convivencia política. Proponer al país una nueva Constitución es un error grave. Esas miradas críticas con el pacto constitucional del 78, que lo minusvaloran por el contexto político de la Transición en que se produjo, incurren en tres graves errores: 1) desprecian los pactos reconciliatorios sin comprender que hoy siguen siendo necesarios; 2) devalúan un texto perfectamente homologado con las mejores democracias del mundo, que sigue siendo válido como continente de nuestra pluralidad política, social y territorial; y 3) desconocen que, al replantearlo todo y desde posiciones partidarias, las paredes maestras del edificio de nuestra convivencia se derrumban, sin ninguna garantía de construcción alternativa.

Por eso, lo que procede es una reforma profunda, sí, pero puntual, acotada y consensuada de nuestra Carta Magna, con la que se iniciaría una nueva etapa política en España.

Si el presidente Rajoy no aborda el estudio de la reforma constitucional, serán las próximas Cortes quienes lo hagan, previsiblemente al final de la siguiente, es decir en 2019, y sería en la siguiente legislatura, 2020-2024, en la que se haría el referéndum y la aprobación definitiva. ¿Dónde estaremos entonces? ¿Cómo habrá evolucionado el tema catalán, la desafección política, el desprestigio institucional? No. El tiempo quizás cure las penas, pero no resuelve los problemas. La política no es esperar, sino actuar.

Publicado en el Pais, 25/04/2014