21 de noviembre de 2009

Los ricos también lloran... pero de risa

¿Se acuerdan ustedes de aquel folletín mexicano que atrapó a los seguidores de las telenovelas? Yo no he visto ninguno de sus capítulos, pero me imagino la cantidad de desgracias que tendrían que sufrir sus protagonistas para dar sentido al título de la serie. Comentando con un amigo la situación económica del mundo, y en concreto las dificultades de los países para recaudar, entre las rentas más altas, grandes fortunas y bancos, la devolución de las enormes aportaciones financieras públicas hechas para evitar el "crash" de 2008, me respondía con esa coletilla al título de la telenovela: «Sí, los ricos también lloran... pero de risa».

Confieso que es un comentario un poco maniqueo, tirando a demagógico, pero convendrán conmigo en que resulta bastante adecuado para provocar una reflexión bien evidente. Es ésta: los presupuestos públicos de la mayoría de los países han tenido que hacer un esfuerzo económico enorme durante los años 2008-2009, y probablemente 2010, para combatir una crisis creada por la irresponsabilidad del mundo financiero; y ahora que quieren compensar sus altos déficits, reclaman esfuerzos fiscales... a los de siempre, es decir, a todos.

Con esas aportaciones públicas se han garantizado los depósitos de los contribuyentes, se han salvado cajas y bancos, aseguradoras y empresas privadas. Se ha inyectado dinero a las entidades crediticias para que lo presten y circule, evitando la parálisis financiera. Se han instrumentado avales, descuentos fiscales, subvenciones varias a sectores estratégicos, etcétera, etcétera. El esfuerzo financiero de los países se ha hecho con el dinero de los contribuyentes -mejor dicho, con los préstamos que nos hacen las generaciones futuras- y así se han generado déficits enormes en las cuentas públicas de casi todo el mundo. España, por ejemplo, terminará este año con un déficit fiscal de entre el 10% y el 12% del PIB, es decir, emitimos deuda pública por valor de más de cien mil millones de euros para cubrir un presupuesto cuyos ingresos fiscales apenas sobrepasan al 60% del total de lo que gastamos. EE UU y Reino Unido andan en cifras similares. El año que viene y el siguiente, continuaremos aumentando nuestra deuda pública acumulada hasta llegar a cifras alarmantes: ¿El 80%-90% de nuestro PIB? Veremos, pero muy probablemente toda Europa y casi todos los países de la OCDE vamos a alcanzar niveles de deuda estructural muy altos, gravando nuestras cuentas públicas todos los años con importantísimas cifras de pago de intereses y amortización que no podremos aplicar a políticas de gasto en inversión, o productivo. De manera que los peligrosos efectos de una altísima deuda pública en la economía pública (y en la privada por el encarecimiento del dinero prestado) son previsibles e inevitables.

Salvo dos circunstancias: Que la economía se recupere pronto, crezca mucho y la recaudación fiscal nos permita amortizar deuda con superávit de ingresos. ¿Es eso verosímil a corto-medio plazo? Todo el mundo dice que no. Son muchos los que, a este respecto, nos anuncian que los problemas ocultos de algunos bancos no han acabado y que -en todo caso- las políticas de estímulo a una economía átona y desconfiada deben mantenerse todavía algún tiempo. La otra circunstancia sería que nos planteáramos una recaudación extraordinaria de las rentas del capital, de las rentas más altas y de los beneficios de los sectores económicos ayudados por el Estado. La fuerza moral de este planteamiento es incuestionable. La justicia social así lo reclama y la lógica macroeconómica no admite discusión. ¿Por qué no es posible hacerlo?

No les descubro nada si les explico las razones que ustedes, queridos lectores, intuyen: porque los ricos no se dejan. Pongamos un ejemplo que todos conocemos. Las SICAV. Estas sociedades de inversión mobiliaria son un artificio creado para que las grandes fortunas tributen al 1% y no al 18% al que tributan los dividendos de las inversiones de capital. Pues bien, quiero creer que ese artilugio fiscal se inventó en su día para evitar que grandes fortunas nacionales huyeran a paraísos fiscales. Y cuando una hacienda pública -como al parecer van a hacer las diputaciones forales vascas- decide aumentar la fiscalidad de las SICAV, automáticamente las perderá todas. Efectivamente, una información de este periódico del 24 de octubre era titulada así: «Las diputaciones dan por hecho que todas las SICAV huirán del País Vasco».

Lo mismo podemos decir del incremento de la fiscalidad al ahorro o de las ingeniosas figuras fiscales inventadas para que las rentas altas huyan del IRPF, cuando se incrementa la tarifa que grava los ingresos más altos. Imagínense ustedes las dificultades legales y económicas que encontraríamos si se nos ocurriese algún tipo de gravamen a los beneficios de los bancos, agencias de 'rating', 'hedge-funds' y demás operadores financieros, siquiera fuese transitorio, para compensar los daños sufridos por la economía mundial, mezcla de avaricia e irresponsabilidad de muchos de ellos. Es lo que ha ocurrido cuando nada menos que el G-20 ha querido poner límites a los bonos y blindajes multimillonarios de los ejecutivos de los bancos y operadores financieros. Reino Unido se ha opuesto por temor a que la masa gris de la "city" londinense huya a países sin esos controles. ¡Siempre hay alguna razón fiscal para gravar a los que más tienen!

De manera que resulta literalmente imposible rehacer lo que es moralmente justo y económicamente bueno, es decir, conseguir una contribución especial y transitoria de quienes más tienen, o de quienes han generado el problema para abordar los enormes déficits públicos creados por la crisis. De hecho, los llamamientos fiscales a esa contribución han acabado en los impuestos indirectos: IVA, hidrocarburos, alcoholes, etcétera, porque parece que sólo de ellos se obtienen recursos seguros (a pesar de que resulten inconvenientes para favorecer la reactivación de la economía) y aunque eso sea a costa de que los paguemos todos.

La conclusión es clara. La política fiscal debe revisarse en profundidad y de esa revisión extraigo dos conclusiones de urgencia para nuestra agenda política. La primera tiene que ver con una vieja y perentoria necesidad: Acabar con los paraísos fiscales para que el dinero no huya a ellos. La transparencia bancaria y el acoso a los espacios fiscales opacos y ventajistas es una de las grandes lecciones de la crisis y una de las mayores y mejores oportunidades de su superación. Sin paraísos fiscales es posible pensar en una tasa fiscal transnacional a los movimientos de capital, como la famosa Tasa Tobin, del Premio Nobel de Economía de 1981, hoy reivindicada por el presidente de la Bolsa inglesa (Lord Turner), o por el último ministro de finanzas alemán (Peer Steinbrück). Pongamos que se estableciera un 0,005% a los movimientos internacionales del capital. Estaríamos ante una inmensa cuantía para abordar crisis económicas coyunturales como ésta o grandes causas de la Humanidad todavía lamentables y tristemente pendientes. Es técnicamente muy complejo, pero los beneficios serían tan altos que no entiendo cómo no estamos reivindicando esto en las calles de todo el mundo.

La segunda es más coyuntural. Hay que estudiar un ingreso fiscal especial al beneficio de los operadores financieros para compensar los gastos públicos de la crisis. Preferentemente con carácter internacional, pero sin descartar su implantación europea o nacional con carácter transitorio. Es una contribución justa para los enormes perjuicios que han causado. ¿Es tanto pedir que los accionistas de estas entidades reduzcan su beneficio los próximos años? Devolver lo recibido del erario público y compensar los esfuerzos financieros de los contribuyentes es tan legítimo como justo.

Son medidas que corresponden a la gobernanza del mundo que se está iniciando en las grandes cumbres del G-20 y otras. Pero son medidas que reclaman los ciudadanos. Son propuestas tan complejas como justas. Tan radicales como necesarias. Está bien que los ricos se rían... pero no de nosotros.
El Correo, 21/11/2009