22 de junio de 2009

La Europa que viene

Algunos historiadores creen que la Historia es fruto de fuerzas ineluctables que empujan en la dirección de un destino más o menos prefigurado. La Historia camina así hacia fines necesarios e inevitables, fruto de circunstancias políticas, sociales y económicas que marcan un rumbo irreversible. Pero no son pocos quienes piensan que muchos cursos históricos han sido alterados por la fuerza implacable de una personalidad -pongamos Napoleón o Hitler- o por la azarosa coincidencia de circunstancias y oportunidades de ámbitos diversos, en absoluto previstos por esa visión cuasideterminista de la Historia.

Desde hace sesenta años Europa se construye sobre una doble voluntad. De una parte, la de superar las múltiples guerras que sacudieron nuestra historia y edificar por fin un espacio común de paz y democracia, de libertad y derechos humanos sobre las grandes conquistas civilizatorias logradas en los últimos siglos. Y de otra, la de aprovechar las enormes sinergias de un mercado común, con libertad de movimientos para personas, mercancías y capitales con el fin de crear la economía más competitiva del mundo en el máximo progreso económico y bienestar social.

En los últimos tiempos las cosas se han ido haciendo cada vez más complejas y difíciles. La ampliación a veintisiete países y quinientos millones de personas ha incorporado a la Unión tal heterogeneidad política, social y económica que inevitablemente su marcha institucional se ha visto ralentizada. La globalización económica ha golpeado los delicados equilibrios sobre los que se había construido nuestro universo sociolaboral. Todo se produce en todo el mundo y la competencia a la baja de los países emergentes ha arrastrado hasta la devaluación o la desaparición a nuestras grandes instituciones de protección social y laboral. Eso llevó, por ejemplo, y entre otras cosas, al 'no' francés y holandés a la Constitución Europea, que ahora tratamos de suplir con el Tratado de Lisboa, todavía pendiente de otro 'no', esta vez de Irlanda, que debe convertirse en sí este otoño, a riesgo de catástrofe institucional.

Europa es importante -todos lo dicen y todos lo sabemos- y, sin embargo, Europa no interesa. No supera la barrera de las fuertes y apasionadas disputas nacionales. No ayuda tampoco la complejidad burocrática de su funcionamiento y la notable imperfección democrática de sus instituciones. El pasado 7 de junio, por ejemplo, votamos un parlamento para el gobierno de Europa, pero al nuevo presidente de la Comisión lo elegirán los ejecutivos nacionales. Tenemos una moneda común y un Banco Central Europeo, pero no un gobierno económico paralelo y equivalente dotado de un presupuesto digno de tal nombre y financiado por alguna figura impositiva común a todos los ciudadanos europeos. Falta mucho por hacer y cada vez que avanzamos en la construcción común surgen intereses nacionales contrapuestos y soberanías nacionales heridas que llaman al antieuropeísmo. Y, sin embargo, el camino parece irreversible y la torre de Babel que estamos levantando se asemeja cada vez más al hogar que deseamos habitar.

Para evaluar la naturaleza de las dificultades no conviene olvidar que somos veintisiete naciones, con veintitrés idiomas (sin contar varias lenguas regionales en el interior de cada país). Pertenecemos a tres religiones distintas (cristianos, protestantes y ortodoxos) y cuatro si añadimos la musulmana. Nos atenazan los recuerdos de guerras pasadas, el odio al vecino que atravesó nuestra historia y, a pesar de todo, estamos haciendo lo necesario, lo inevitable. Estamos haciendo Europa como el único destino lógico de los europeos. Se cumpliría así la teoría determinista que establece que Europa, con más o menos dificultades, con mayor o menor velocidad, camina inexorablemente hacia una especie de Estados Unidos de Europa, un modelo federal de un gran espacio supranacional en el que convergerán las grandes competencias de las antiguas naciones europeas: la defensa, la política exterior, la macroeconomía, el mercado interior, las fronteras, etcétera.

Pero no está tan claro. A la formidable crisis institucional que hemos vivido con la Constitución y con el Tratado de Lisboa se ha unido el creciente euroescepticismo que se ve y que se vive en casi todas partes. ¿Dónde están los proeuropeos? ¿Adónde han ido las pasiones europeístas de la intelectualidad francesa y alemana de los sesenta y setenta? ¿Qué ha sido del fervor por Europa que mostraban los países que se han ido incorporando a la Unión, como España o Grecia y tantos otros? Joska Fisher, el verde que fue ministro de Exteriores alemán, afirmaba recientemente que si hoy tuviera que decidirse en Alemania la incorporación al euro y el abandono del marco, la respuesta sería no. Hay muchos más signos preocupantes. La baja participación electoral es uno de ellos. Allá donde el voto no es obligatorio, la abstención europea ha sobrepasado el 50% y la media de participación, incrementada por el voto obligatorio, no ha superado el 40%. Los conservadores británicos abandonarán al grupo popular europeo y formarán grupo parlamentario con una rara mezcla de polacos, checos, letones y demás nacionalistas y populistas. Que los conservadores británicos no estén en el gran grupo de la derecha europea es gravísimo. Todo ello es bastante decepcionante.

Es curioso, cuando más Europa necesitamos, menos europeístas nos sentimos. Cuando todos los problemas que preocupan a la Humanidad, la salida de la crisis financiera, la dependencia energética, la lucha contra el cambio climático, el modelo social de Europa en la globalización, etcétera, etcétera, reclaman políticas supranacionales, más nacionalistas nos volvemos. Cuando resulta evidente que sólo con Europa y a través de Europa tienen salida las grandes reivindicaciones de un mundo más sostenible, una economía al servicio del empleo, una empresa más responsable socialmente, un reparto de la riqueza más equitativo, una economía financiera al servicio de la empresa y no especulativa y sin base en la economía real, la desaparición de los paraísos fiscales, etcétera, damos la espalda a Europa y nos envolvemos en la falsa bandera del proteccionismo y de un localismo mal entendido.

No. No está claro qué Europa viene. No está escrito que siempre avancemos y que el camino nos lleve indefectiblemente al único destino que creíamos seguro. El Parlamento Europeo elegido el 7 de junio ofrece serios signos de preocupación, con casi un centenar de diputados 'raros' respecto a Europa y sus valores. La crisis institucional del Tratado de Lisboa no ha terminado. Las indiferencias de la opinión pública europea respecto a la Unión no son un problema menor. Ese antieuropeísmo rampante que asoma por doquier podría incluso llevar al partido conservador inglés a proponer la salida del Reino Unido de la UE. El americanismo con que se comportan algunos países del Este hace daño a Europa. La falta de líderes comprometidos con Europa como los Kohl, Mitterrand, González de los noventa es cada día más patente. Son demasiadas circunstancias adversas para un objetivo tan ambicioso como difícil.

De manera que nada está escrito en esta aventura histórica que llamamos construcción europea y es así como se presenta esta nueva legislatura europea que iniciaremos los primeros días de julio en Estrasburgo. Nuestra primera decisión será ratificar o no la propuesta de Durao Barroso para presidir la Comisión. Una propuesta que España apoya y ante la que recela la izquierda europea. Primer compás de la difícil cuadratura de un círculo que envuelve los intereses del país y los de la opción ideológica en la que nos encuadramos los europarlamentarios. Les mantendré informados.

El Correo, 21/06/2009