24 de julio de 2006

Precisiones al proceso.

Avanza adecuadamente el proceso de fin de la violencia o por el contrario, estamos rindiendo al Estado frente a ETA? ¿Satisfacción y esperanza, o gravísima preocupación por el rumbo de los acontecimientos? ¿Cuál es el estado de esta cuestión vidriosa y delicada, enigmática y confusa?

La durísima oposición del PP al proceso ha colocado el análisis del asunto en extremos antagónicos. Acompañado de ciertos medios de comunicación y de algunos columnistas y comunicadores, el PP ha desautorizado de raíz todo lo que haya podido hacer el Gobierno antes del ‘alto el fuego permanente’ y todo lo que dice y hace después del 22 de marzo. En el PP hay un cálculo estratégico que, nos guste o no, explica su posición: necesita desbaratar este intento para no perder las próximas elecciones. Pero en su entorno hay muchas personas que están dando crédito a la desautorización que, desde hace ya varios años, viene tejiendo la derecha sobre el presidente del Gobierno y que irresponsablemente está centrada ahora en su gestión del fin de la violencia.

Me gustaría ofrecer algunas precisiones a los que dudan, convencido como estoy de que a los que no quieren que esto salga -los de la rosa y la serpiente-, no hay manera de convencerlos de nada.

Primera: El alto el fuego de 2006 no es una tregua, como las anteriores. La expresión utilizada es distinta y parece cuidadosamente elegida. No ha sido precedida de una ofensiva terrorista, sino de una inédita y prolongada ausencia de violencia y, más allá de la retórica de los comunicados y reportajes de la prensa afín, parece unilateral e incondicionada. ¿Qué refleja todo ello? En mi opinión, que por primera vez, es ETA quien llama a la puerta de la democracia, ofreciendo una salida a su violencia. ¿Y esto por qué? Pues, evidentemente, porque saben que su estrategia ha tocado techo y que están condenados a un proceso lento de paulatina degradación y derrota. El clima internacional después del 11-S, el 11-M en España, la desaparición del IRA, el rechazo de la sociedad vasca, y sobre todo la presión policial francesa y española, junto a la persecución judicial y la ilegalización de su entramado político, les ha llevado a una conclusión incuestionable: o buscan un acuerdo de cierre de su historia, o la historia acaba con ellos. En definitiva, la democracia ha vencido al terrorismo.

Segunda: Si ETA quiere el final, la democracia no puede darle un portazo. Todos los gobiernos lo han intentado, pero ninguno en estas condiciones. Aznar negoció sabiendo que era una ‘tregua-trampa’ y que la base política de la tregua era el Pacto de Estella. González fue a Argel a los pocos meses de uno de los atentados más sangrientos: el de la Casa Cuartel de Zaragoza. Zapatero ha gestionado el alto el fuego porque era su obligación, como lo habría hecho Rajoy si el líder del PP hubiera sido el presidente y hubiera conocido los datos y las informaciones que corresponden al presidente del Gobierno. No hay ninguna razón para desacreditar esa gestión. Al contrario, el balance no puede ser mejor. Tres años y medio sin asesinatos, cuatro meses de alto el fuego permanente, absolutamente verificado en Francia y España, y una ausencia de violencia total y absoluta como jamás habíamos disfrutado. Recuperando la doctrina de Ajuria Enea, ¿no son éstas, acaso, las condiciones que siempre exigimos y nunca se dieron, para iniciar el diálogo?

Tercera: El diálogo es necesario para la desaparición de la banda. ¿He aquí la prueba de la rendición y del deshonor del Estado! ETA debe renunciar definitivamente a la violencia, pedir perdón y disolverse, y luego ya hablaremos, dicen algunos de los más incrédulos y desconfiados. Pero si eso ocurriera, ¿para qué íbamos a hablar con ellos? ¿Qué necesidad tendríamos entonces de hablar con esa gente?

Seamos serios. Todos sabemos que el final de estos fenómenos, aquí y en todo el mundo, exige este tipo de contactos y recorrer estos caminos que afectan a múltiples planos de la disolución de una organización político-terrorista que, desgraciadamente, dura ya más de cuarenta años. Es más, la gestión de esta oportunidad ha merecido el apoyo de todas las cancillerías del mundo, incluidas las de EE UU y Rusia, y muy especialmente de Inglaterra y de Francia. Atención a Francia, que es fundamental en este asunto y no precisamente para que Chirac conteste a las bobadas de Batasuna, sino por razones bien contrarias.

Cuarta: Con todo, ETA no ha desaparecido. Las advertencias sobre experiencias anteriores están cargadas de razón. La metodología de Ajuria Enea (diálogo político una vez constatada la voluntad de abandono de las armas) dibuja una línea demasiado difusa y sinuosa para asegurar que el diálogo conducente a la adaptación de nuestro marco estatutario, no resulta presionado de hecho por la existencia de ETA, aunque sea sólo nominalmente. Por último, se observan todavía demasiadas reticencias y resistencias a la legalización política en los términos establecidos por las leyes, en el mundo sociológico de la izquierda abertzale. Son demasiados años de connivencia descarada en una estrategia que combinaba violencia y política, y que acabó construyendo una subcultura sobre la legitimidad y la utilidad de la violencia, demasiado extendida en sus bases. Al fin y al cabo, la naturaleza esencial del famoso proceso es precisamente esto, es decir: abandonar la violencia y defender sus objetivos, como los demás, sólo con la palabra y con los votos. Todo ello nos debe llenar de prudencia y de espíritu abierto a las críticas y a los consejos que muchos expresan, desde la lealtad del «acompañamiento crítico», como lo llamaba Joseba Arregi en estas mismas páginas.

Quinta: Por eso, el proceso será largo, duro y difícil, como se ha encargado de repetir el Gobierno. Descartada la negativa a explorar esta ocasión y rechazadas las críticas más sectarias a la rendición del Estado y a la traición con que lo descalifican diariamente los emisarios del PP, la cuestión principal estará precisamente en llevar a definitivo e irreversible el alto el fuego permanente y hacerlo con dignidad democrática. También aquí, las metáforas (paz sin precio político) y las afirmaciones generales (nuevo pacto de convivencia, etcétera) son todavía demasiado ambiguas. Y no puede ser de otra manera a estas alturas del proceso. Pero su posterior concreción, constituirá la materia principal de nuestro análisis. Es ahí, en mi opinión, donde deben hacerse valer las posiciones críticas y las firmes defensas de las líneas rojas democráticas. Sólo que, para entonces, algunos habrán agotado ya su capacidad de descrédito y de extremismo político y habrán perdido legitimidad para defender nada, y será una pena, porque les necesitamos.


El Correo, 24/07/2006

2 de julio de 2006

¿Empresas solidarias?

En Colombia, como en toda América Latina, son frecuentes los poblados de chabolas rodeando las ciudades. A unos pocos kilómetros de Cartagena de Indias, la bellísima ciudad colombiana del Caribe, se encuentra uno de ellos: el barrio ‘Nelson Mandela’. No puedo siquiera calcular los miles de personas que malviven en aquellas casuchas de maderas y uralitas, levantadas sobre el suelo de tierra, pegadas unas a otras y sin embargo relativamente bien ordenadas en calles paralelas y perpendiculares, como si de una ciudad se tratara. ‘Nelson Mandela’ está poblado por familias que vinieron del campo a la ciudad y también por miles de desplazados, así llamados en aquel país porque son familias que huyeron de sus pueblos de origen espantados por el horror de la guerilla y de su represión bélica.

Hace unos días que visité la obra social de una gran empresa española en ese poblado. Mil cien niños que acuden a una escuela pública, en parte financiada por un programa de apoyo escolar-educativo y que permite a muchos de ellos aprender a tocar instrumentos musicales, a cantar, a coser, a gestionar pequeñas empresas y a mil cosas más que les preparen para ser útiles en la vida. Muchos niños perdieron a sus padres en la guerilla colombiana, otros muchos viven solos porque sus padres trabajan largas temporadas en Venezuela. Todos son pobres de solemnidad.

Fue emocionante verles en aquellas pobres aulas, uniformados, sonrientes, agradecidos. Aprendiéndolo todo, anhelantes de progreso y de vida. Por cierto, dirigidos por una monja vitoriana, misionera cristiana del Divino Maestro, como otros muchos vascos que recorren el mundo predicando su religión con el ejemplo de su vida entregada a los demás. ¿Sabían ustedes que la mitad de los misioneros de la Iglesia católica en el mundo entero son del País Vasco y Navarra?

La izquierda siempre ha despreciado la caridad. Embelesados por el Estado, e imbuidos de la trascendencia de nuestra tarea transformadora, hemos sido deudores del Boletín Oficial y del Presupuesto público, convirtiéndolos en monopolio de la redistribución social, en el único ‘Leviatán’ de la justicia y la solidaridad. Hace ya mucho tiempo que descubrimos que incluso la mejor política social necesita los tentáculos del voluntariado, de las ONG de miles y miles de ciudadanos, que bien movidos por su fe o por sus principios y valores personales, llegan hasta el último rincón de la necesidad y del excluido. Hace ya mucho tiempo que sabemos que una sociedad cohesionada, cálida, amable, es aquella en la que, a través de múltiples instrumentos, los ciudadanos somos algo más que vecinos y compañeros de trabajo y nos comprometemos con causas ajenas, vertebrando valores de convivencia, expresiones de solidaridad y de interés por los demás, que acaban determinando la calidad ética de nuestras sociedades.

Pues bien, más allá de estas evidencias, la conmovedora experiencia de ‘Nelson Mandela’ nos permite reflexionar sobre el papel de las empresas en la extensión de la solidaridad social. ¿Es que las empresas pueden ser solidarias?¿No es ello ajeno y hasta contradictorio con su naturaleza y con sus fines?

Desde hace unos años, el debate sobre la responsabilidad social de las empresas no ha dejado de crecer. Impulsado por las profundas transformaciones que están teniendo lugar en torno a esta vieja y renovada ecuación que es la relación entre la empresa y la sociedad, este nuevo concepto va tomando cuerpo en la mayoría de los países y en la casi totalidad de las compañías multinacionales. Cada día hay más razones para que las empresas mejoren sus relaciones con su entorno humano, institucional y ecológico, desarrollando políticas sostenibles a través de un diálogo fluido y leal con sus grupos de interés (’stake-holders’) En este amplio e interesante tema de la RSE, la acción social de las empresas, constituye un capítulo de especial importancia.

Por volver al ejemplo de las multinacionales españolas en América Latina, puede decirse que todas ellas (hablamos de las treinta grandes empresas españolas que todos conocemos) realizan una serie de actividades sociales de enorme impacto. Miles de jóvenes licenciados latinoamericanos hacen gratis en España sus cursos de postgrado. Obras de infraestructura pública que el Estado no realiza, se construyen con el trabajo voluntario de los empleados de algunas empresas. En colaboración con ONG españolas o latinoamericanas se llevan a cabo múltiples actividades educativas y sociales. La experiencia de ‘Nelson Mandela’ es una de ellas.

Es verdad que algunas empresas pretenden ocultar con el márketing de sus actividades sociales otras realidades menos presentables en el campo de sus relaciones laborales o en el compromiso medioambiental. Pero no les durará mucho. Las exigencias de la RSE no permiten esos engaños porque hoy en día son muchos los observadores que analizan el comportamiento de las empresas. En la sociedad de la comunicación, las empresas son como invernaderos: todos las miramos y todo se ve. Después, la red de Internet, los múltiples sistemas de información, móviles, televisiones, medios escritos especializados, etcétera, se encargan de transmitirlo todo. Bueno, casi todo.

La pregunta por tanto es: ¿Debemos potenciar y estimular la acción social de las empresas o debemos censurarla como un engañoso telón de fondo de simple reputación corporativa? Para mí la respuesta no puede ser sino la primera. No sólo porque sus iniciativas son objetivamente buenas y producen resultados positivos en multitud de campos a donde no ha llegado la acción del Estado (en el caso latinoamericano de forma evidente, pero también en nuestro país, por ejemplo, con la inserción laboral de la discapacidad). También porque esas iniciativas potencian a las ONG, aportándoles recursos y profesionales muy valiosos y porque muchos proyectos se realizan con el voluntario esfuerzo de los propios empleados de la empresa, lo que extiende muy positivamente el sentido de la solidaridad y del trabajo por los demás, a las grandes plantillas de las grandes empresas.

Hay un dato que corrobora esta argumentación. La inversión de las empresas extranjeras en el Tercer Mundo ha cuadriplicado la ayuda oficial al desarrollo. El famoso 0,7% que ningún país cumple se está sobrepasando si contamos las acciones sociales de las empresas. Si todas las empresas con presencia internacional se comprometen con su entorno y desarrollan programas de cooperación al desarrollo en los países del mundo menos desarrollado, ¿se imaginan ustedes el formidable volumen de ayuda que estaremos gestionando? Si la colaboración de las empresas con las ONG y con los gobiernos locales se generaliza, ¿somos conscientes de la extraordinaria dimensión de solidaridad y de políticas redistributivas que pueden conseguirse? No olvidemos que hablamos de países con infraestructuras públicas muy deficientes; con sistemas fiscales muy rudimentarios, Estados del bienestar inexistentes; con insuficientes sistemas educativos o sanitarios. Son países llenos de necesidades. Si todas las empresas que operan en ellos desarrollan tareas de acción social hacia sus ciudadanos, los beneficios colectivos pueden ser enormes.

Alguien me podría recordar el proverbio de la caña y los peces. ‘Enséñales a pescar y no les des peces’, se dice. Pues justamente de eso estamos hablando. La educación de niños, la formación profesional, los cursos de cualificación postgrado, generan poblaciones capaces de desarrollar esos países, hoy atrasados. Algo parecido a lo que ha venido ocurriendo en España con los cuadros directivos de nuestras empresas en los últimos treinta años y que les han convertido en directivos muy competitivos en todo el mundo. Ignasi Carreras, ex director de Intermón Oxfam, una de las ONG de la cooperación al desarrollo más internacional, señalaba recientemente la importancia de la colaboración entre ONG y empresas en la gestión de la solidaridad y las numerosas sinergias que surgen de ella. «Unas aportan consultoría, las otras experiencia en políticas de RSE», decía. Y añadía: «Hay una presión social creciente para que las empresas tengan beneficios compatibles con los derechos fundamentales y medioambientales. El consumidor está dispuesto a castigarlas. Cada vez habrá más rankings de empresas donde se valore su RSE. La empresa no arriesgará el valor de su marca con actos que puedan desprestigiarla».


El Correo, 2/07/2006