9 de octubre de 2003

"...Pero nace muerta"

Al leer la frase de Arzalluz "No sé si será niño o niña, pero este pueblo ha roto aguas y viene criatura", mi compañero de Juntas Generales de Álava Emilio Guevara me comentaba: "Efectivamente, hay criatura, pero nace muerta".

No es casual que el debate de la Euskadi de 2003 sea tan escatológico. El enfrentamiento de posiciones y la tendencia al extremismo y al odio entre los partidos y las personas que las expresan no dejan de crecer desde hace más de cinco años. Desde el Pacto de Lizarra, en 1998, el péndulo nacionalista no ha dejado de extremar su arco y el pasado 26 de septiembre el lehendakari, en sede parlamentaria, formalizó con toda solemnidad y todo lujo de detalles su propuesta política. Arzalluz, dos días después, al calor de la campa, en el Alderdi Eguna, completaba la amenaza: "Si no aceptáis la propuesta de Ibarretxe, nos vamos", frase no literal, pero respetuosa de su idea.

Considero innecesario argumentar sobre las razones del giro nacionalista y explicar, una vez más, sus cálculos e intenciones. El PNV se ha inventado su decepción estatutaria para construir sobre su "acta de defunción", como la calificó Otegi en el debate del Parlamento vasco, un nuevo proyecto de soberanía dentro del Estado, con el objetivo de reunificar el conjunto del nacionalismo bajo sus siglas y absorber a la izquierda abertzale, asumiendo, grosso modo, el proyecto independentista de ETA.

Tampoco resulta novedoso argumentar sobre la inviabilidad jurídica y política de la propuesta. Que el plan Ibarretxe no cabe en la Constitución es evidente. Que ningún Gobierno de España someterá a las Cortes un proyecto de reforma constitucional y estatutario de semejante calado, no ofrece dudas. Que este proyecto divide a los vascos en dos trincheras irreconciliables y para mucho tiempo, lo estamos viendo cada día. Que sufriremos negativas repercusiones económicas, por la incertidumbre y la inestabilidad, es cuestión de la que sólo cabe discutir sobre su cuantía, pero no sobre su existencia (como decía Keynes, "no hay nada más tímido que un millón de dólares").

También sabemos que la violencia nos perseguirá, sólo a nosotros, mientras este pulso se dilucida. Afortunadamente se trata de un terrorismo casi residual, pero la amenaza será real todavía muchos años. Y sabemos, por fin, que hay una complicidad macabra o una dialéctica compleja, si se prefiere, entre paz y plan, es decir, entre abandono de la violencia y avance soberanista-nacionalista. Una pugna de protagonismos y rentabilidades que un día pueden converger en intereses mutuos, para que la sociedad vasca asuma resignada el proyecto nacionalista a cambio de la paz, tal como señalé en Una propuesta tramposa, artículo cuyo título recuerdo para reafirmarme en esa denuncia.

Pues bien, un año después de que Ibarretxe anunciara su plan, hoy sabemos también que la cosa va en serio. Desgraciadamente, especular con las fuerzas moderadas del PNV es un ejercicio de melancolía. Arzalluz se irá y, aunque le sustituya Imaz, la conjura política con el nuevo proyecto y con el lehendakari es total, y está en la base del pacto orgánico que pilota el cambio generacional de un partido que, sin traumas externos, está trasladando el poder político e institucional a una nueva generación de nacionalistas.

Hasta aquí los hechos. Pero lo que interesa debatir ahora es la forma en que hacemos frente a este duro y largo pulso que se cierne sobre la política vasca -y me temo que sobre la política española- y que seguramente marcará nuestra agenda los próximos años.

Hay quienes tienen una rápida y aparente solución. ¡Aplíquese todo el peso de la Ley del Estado de Derecho! Si la Mesa del Parlamento vasco delinque, ¡al banquillo! Si el Gobierno vasco incurre en causa para ello, se aplican los preceptos constitucionales y basta. Si es preciso, se suspenden las instituciones del autogobierno, se dice con demasiada frecuencia y con no menos frivolidad.

Soy el primero en saber que no es el momento de hablar de estas cosas y me apresuro a afirmar, además, que el juicio sobre esas medidas sólo es posible emitirlo en su contexto, pero mi rechazo tajante a estas insinuaciones sirve de base para debatir sobre dos estrategias políticas que conforman la batalla democrática al reto que nos ha planteado el plan Ibarretxe.

Muchos creemos que el objetivo de esta batalla no es machacar a los nacionalistas vascos cada vez que aparecen en el debate nacional, sino conseguir que los ciudadanos vascos rechacen la aventura extremista del nacionalismo. El objetivo es ganarles en Euskadi y no ganar fuera lo que se pierde allí. La estrategia política estará al servicio de obtener un rechazo de la sociedad vasca a las fracturas sociales y a las incertidumbres económicas que genera el plan, pero no puede construirse sobre las rentabilidades electorales que proporciona esa estrategia en el resto de España. El objetivo de esta estrategia es evitar que un proyecto político que muchos vascos consideramos absurdo e imposible pueda parecer a la mayoría adecuado e ilusionante. El objetivo es privar a un proyecto con apariencia de legitimidad política, de una legitimidad social que no merece.

Ésa es la batalla, ganar en Euskadi, no en España. Se trata de convencer a la sociedad vasca y evitar con ello que el nacionalismo gane en las urnas lo que la ley y el Estado jamás podrán aceptar, porque los que conocemos el nacionalismo vasco sabemos de su inmensa capacidad para realimentar de victimismo el motor de su existencia.

Pues bien, si se trata de esto, si lo que queremos es romper el escenario que han dibujado Ibarretxe y los suyos hasta el 2005, pretendiendo obtener la mayoría absoluta de la Cámara autonómica en esas elecciones colocándonos así a los no nacionalistas y a toda España una piedra, como las que dibuja Peridis, si lo que queremos es evitar esto, tendremos que discutir muy seriamente y con el menor partidismo posible qué, quiénes y cómo tratamos este peliagudo asunto.

Es en este plano del debate en el que me separo de los fundamentalistas del frente único y constitucional y, desde luego, en el que censuro sin matices el oportunismo partidario con el que nos trata el Gobierno y su partido. Somos muchos lo que estamos reiterando desde hace tiempo que PP+PSOE en Euskadi es menos que PP y PSOE. Es decir, que sumamos más si defendemos objetivos comunes (Constitución, autonomía, pluralismo, paz y libertad) con discursos y proyectos propios. Que hay una parte del electorado nacionalista que no comparte la aventura independentista pero no acepta un frente que, aunque no lo sea, lo perciben como tal, y que eso se produjo el 13 de mayo de 2001. Que hay un electorado socialista que no acaba de comprender la anomalía de un durísimo discurso de oposición en España, con una alianza sagrada en Euskadi, y que esto también se produjo el 13 de mayo de 2001 (conviene recordar que el PSE perdió un diputado respecto a 1998).

Respeto y comprendo el discurso vasco del PP. Sólo pedimos al PP que respete y comprenda la conveniencia del nuestro. Respeto y comparto el reproche duro y sin matices que merece a diferentes colectivos cívicos y sociales, toda esta locura política en la que nos ha metido el nacionalismo. Sólo pido que se acepte también una manera distinta de decir no a Ibarretxe y defender la Constitución desde la reivindicación de un espacio autonomista que el PNV ha abandonado. Que puede y debe haber un discurso contra el proyecto soberanista-independentista desde el autogobierno y la defensa de la pluralidad identitaria del país. Que se asuma la conveniencia de abrir horizontes y expectativas a un altísimo porcentaje de vascos que aman su lengua y que creen también que el futuro del euskera pasa por la pertenencia de Euskadi a España. Vascos que se sienten europeos y que saben que sólo podrán serlo formando parte de un Estado fuerte. Vascos que quieren autogobierno porque tienen un fuerte sentimiento de su identidad. A todos esos ciudadanos hay que ofrecerles un proyecto que haga compatibles sus ámbitos identitarios y que puedan sentirse cómodos en un Estado que responde con flexibilidad y apertura a su pluralidad. En definitiva, hacer fuerte una corriente cultural y política de vasquismo constitucional.

¿Puede el PSE abanderar ese proyecto? Puede y debe, a mi juicio. Nadie mejor. Por historia, porque llevamos 120 años en Euskadi, por el papel político que hemos jugado en todo el siglo pasado como partido constructor de la comunidad y de la autonomía vasca, por la composición sociológica de sus bases orgánicas y electorales, porque somos resultado de la fusión con la Euskadiko Eskerra de Bandrés y Onaindía. Por mil y una razones que no caben en tan corto espacio.

¿Podrá el PSE-EE trasladar estas ideas al conjunto de la sociedad vasca, sin que el PP y sus aliados mediáticos trituren al PSOE en el debate nacional? Si se trata de hacer fuerte el constitucionalismo, ¿tendrá el PP la generosidad de repartir con el PSE las representaciones institucionales, como se lo pedimos en Álava, por ejemplo? ¿Es tan difícil de comprender el rechazo de muchos socialistas vascos y de muchos de sus electores a una política que diseña y ejecuta en solitario el Gobierno de Aznar con una prepotencia ofensiva y humillante hacia nosotros? ¿No es comprensible acaso que una parte de nuestro electorado se rebele contra el partido al que censuramos su política en Irak, en la vivienda o en el gasto social y considere anómala esta alianza? ¿Es que no tenemos razón para quejarnos cuando somos invitados a la unidad desde el insulto, la desconfianza y la deslealtad de un partidismo grosero?

Acabo con una pregunta que lo resume todo: ¿Podrán Rajoy y Zapatero acordar un marco básico de objetivos y valores comunes, pero también de respeto mutuo y autonomía sobre la política vasca?


El País, 09/10/2003

1 de octubre de 2003

Una propuesta tramposa

Cuando Ibarretxe finalizó su discurso, sentí que algo importante y grave estaba ocurriendo. La extraordinaria concreción en contenidos y plazos de una propuesta política sustancialmente nueva, hecha por el lehendakari en sede parlamentaria, en el comienzo del curso político, los aplausos con que la nomenclatura nacionalista que llenaba las tribunas acogió su discurso, la solemnidad con que lo pronunció, todo hacía presumir que estábamos ante una decisión firme y trabajada.

Casi como con el Pacto de Estella, me sentí en parte traicionado. Tantos años juntos haciendo el país, cristalizando la pluralidad, moderando nuestros respectivos perfiles identitarios para construir una convivencia tolerante, mientras combatíamos juntos la violencia, eran enterrados definitivamente por una propuesta cargada de exclusión y de peligros, hecha por y para los nacionalistas y sustentada en los más rancios conceptos del nacionalismo sabiniano.

Veo brillo en los ojos del lehendakari. Él dice que es la ilusión de un nuevo camino, de una esperanza. Yo sólo veo el fanatismo de una doctrina, la simpleza del iluminado que se cree en posesión de una pócima milagrosa.

El razonamiento es sencillo. El autogobierno no es suficiente. Caminemos hacia la independencia a través de la autodeterminación, la libre decisión y la libre adhesión y ETA tendrá que desaparecer porque este proyecto político es el suyo y no lo podrá obstaculizar con su violencia. Venceremos la violencia porque la haremos innecesaria y porque resultará un lastre para sus propias aspiraciones.

El lehendakari abandona así, de manera tajante, la unidad democrática de Ajuria-Enea o semejantes y abraza la unidad nacionalista como instrumento. Reniega del principio de no coincidencia de fines entre el nacionalismo democrático y ETA y pretende liderar un mayoría de sociedad vasca, en un nuevo ejercicio de equidistancia entre ETA y Madrid, entre el terrorismo y la Constitución.

Sus planes son fáciles de intuir. Apoyado en PNV-EA-IU, recabará y obtendrá el apoyo de la comunidad nacionalista: desde el potente sindicalismo nacionalista (ELA y probablemente LAB) hasta la Iglesia vasca y sectores culturales y universitarios del País, pasando por grupos pacifistas y afines. Si se siente respaldado en las municipales del próximo año, lanzará un movimiento municipalista y después de presentado su proyecto articulado a finales del año que viene, lanzará un órdago a ETA, para que renuncie a la violencia, y al Estado, para que asuma y apruebe su proyecto. Una consulta en ese contexto, acompañada de un cese de violencia semipactado, obtendría un amplio respaldo de una población harta y desesperanzada, motivada al sí por el miedo y el señuelo de la paz. Éste es su plan. Un gran engaño y una enorme trampa.

Primero, porque mientras se desarrolla este proceso los partidos que no comulgamos con ese proyecto somos literalmente perseguidos por los terroristas a quienes se quiere convencer. Nuestras listas electorales estarán distorsionadas por el miedo y quizás tengamos que renunciar a los actos públicos por seguridad. ¿Es ésta una confrontación electoral en libertad?

Segundo, porque su equidistancia entre los que matan y los que mueren descalifica moralmente cualquier propuesta. Asesinato no es equivalente a mentiras o a insultos. Terrorismo no es el antagónico a regresión autonómica o a ilegalización de Batasuna. Matar y coaccionar no es comparable a inmovilismo o al incumplimiento estatutario. Pretender equiparar al PP, porque no condenó la Guerra Civil, con Batasuna, ofende a la inteligencia y a la justicia. Ibarretxe no puede sostener ese proceso político de medio plazo, ubicado en ese limbo inmoral.

Tercero, porque se pretende imponer a una parte de la población vasca un proyecto de país y de convivencia que no asume y no comparte. La media aritmética de las elecciones locales, autonómicas y generales demuestra que la población vasca se divide al 50% entre nacionalistas y no nacionalistas. El lehendakari disfraza con el diálogo su propuesta, invitando a los partidos a unas conversaciones en las que el temario ya está configurado por diez puntos que pormenorizadamente explicó en el Parlamento. Todos ellos responden a la filosofía y a los objetivos del nacionalismo radical y excluyente que hemos escuchado en los últimos años. Nos invita a dialogar, sí, pero con la agenda y el temario marcados. Es como si a un diabético le invitan a comer a una pastelería.

Cuarto, porque la propuesta parte de un principio que el lehendakari considera absoluto y no lo es. Euskadi no es un pueblo con 7.000 años de antigüedad, que se configura en la actualidad en dos Estados y en tres comunidades políticas (la CAV, Navarra y las provincias francesas), y como tal resulta sujeto de derechos de soberanía originarios y prevalentes. Ésa es una construcción política doctrinal del nacionalismo vasco, pero los fundamentos históricos y políticos de nuestra realidad son discutibles y la arquitectura jurídica de nuestro presente viene determinada por un ordenamiento que no puede ser violado. Reformado sí, pero con arreglo a sus propias reglas. El orden democrático no puede saltarse con apelaciones filosóficas a la libre voluntad de los vascos, porque fue nuestra libre voluntad la que configuró ese orden cuando aprobamos la Constitución y la autonomía. No hay ningún derecho colectivo, ni mucho menos histórico, que sea superior ni prevalente a la soberanía popular que expresan nuestras respectivas y sucesivas consultas electorales.

Si se recurre a esotéricas consultas autodeterministas, pueden hacerse muchas y sucesivamente y no terminaríamos nunca. Porque ¿quién determina el sujeto de tales supuestos derechos? Como dice un amigo mío, la autodeterminación termina en el portal de mi casa y la verdadera autodeterminación la ejerzo yo mismo cada vez que voto.

Quinto, porque el lehendakari anuncia que no admitirá vetos, en clara alusión al PP y también, aunque menos, a los socialistas. Aclara así que está dispuesto a construir el país sin unos ni otros y que nuestro único destino es plegarnos o marcharnos. Fue lo más duro de su discurso: ¿Qué país quiere hacer? ¿Está renunciando al territorio a cambio de soberanía? Porque es bien sabido que el voto al nacionalismo en el País Vasco francés no pasa de 5%; en Navarra, del 15%, y en Alava es minoría.

¿Cuál es el concepto de pluralidad que tiene el lehendakari? ¿Dónde quedan las proclamas pluralistas de Ardanza y del Arriaga, de años anteriores? ¿Qué es la pluralidad, una hipoteca inevitable de un pueblo en marcha o una riqueza imprescindible y constitutiva del ser vaso del siglo XXI? ¿Quién es el pueblo vasco, lehendakari, ese imaginario milenarista al que aludes, o dos millones de vascos que piensan y padecen, de carne y hueso, con cara y ojos, que te rodean y te miran asustados?

Yo estoy preocupado. Más que nunca. Porque creo que el PNV ha formalizado su ruptura con el Estatuto y con la unidad democrática y ha iniciado un camino de enfrentamiento político con el Estado y de construcción nacionalista de Euskadi. Ha renunciado a hacer Nación de ciudadanos para hacer Nación de nacionalistas. Y creo firmemente que esa apuesta debe ser derrotada, porque soy vasco y creo en una Nación de pluralidad y libertades, no en una Nación de anacrónica e imposible soberanía que a la vez aplasta su pluralidad e impone cultura, valores y símbolos, haciendo extranjeros a sus propios conciudadanos.

Pero ésta es una batalla política que hay que ganar en Euskadi, en las urnas, en la sociedad vasca. No se resuelve ni en los tribunales ni con los Decretos, ni mucho menos en Madrid. A quien hay que convencer de este disparate es a los electores vascos, y principalmente a quienes votaron a Ibarretxe el 13 de mayo cuando prometió que nunca más pactaría con HB, en expreso reconocimiento de su Pacto de Estella. A quien hay que convencer de este despropósito es a esa franja de votantes que fluctúa entre los nacionalistas y los constitucionalistas en elecciones autonómicas o generales. Donde hay que abortar esta tentación patriótica del péndulo nacionalista es en el sector moderado y estatutista del PNV.

Este discurso y esta batalla hay que librarla con serenidad e inteligencia. No es el momento ni el lugar, pero quede dicho que nunca he estado de acuerdo con la política vasca del PP. Junto al Gobierno y a su partido en la lucha contra ETA y en la defensa de la libertad sí, pero su política vasca y su política informativa sobre Euskadi están plagadas de errores, que el nacionalismo utiliza para alimentar su victimismo, apiñar a sus bases y aplacar sus contradicciones internas.

Más que nunca, ahora hay que fortalecer el autonomismo y la unidad democrática frente a la violencia. Reivindicar nuestra concepción plural del país y la necesidad de la transversalidad desde el reconocimiento del otro. Proclamar el bilingüismo y la convivencia de símbolos, sentimientos e identidades. Reiterar manos tendidas y actitudes positivas para construir un país de todos y para todos. Ése es nuestro camino y, desde luego, el roll histórico del socialismo vasco. Afincándonos en el centro sociológico e identitario del país, venceremos la tentación excluyente y rupturista que entraña esta propuesta tramposa.
El País, 1/10/2003