28 de diciembre de 2002

Sin rastro de nosotros

Sois todos unos canallas y tú el primero, Jáuregui", nos gritaba una señora que, supongo militante del PNV, reprochaba a los representantes del ¡Basta Ya! portar unos globos con su emblema. Fui al encuentro de estos pacifistas y salí en su defensa cuando fueron insultados y abucheados en la manifestación del 22 de diciembre en Bilbao, porque semejante injusticia golpeaba mi conciencia. Pero el incidente reflejaba algo más: la profunda sima que se abre entre nosotros. Más aún, el odio que aflora hacia el adversario, cada vez más intensamente.

Euskadi está preñada de división y de fractura social. Muchos se empeñan en amortiguar este diagnóstico atribuyendo estos síntomas sólo a la clase política, pero se equivocan. La política está extendiendo hacia la sociedad su manto de enfrentamiento por todo y para todo. Hasta para decir "no" a ETA. Incluso dentro del llamado bloque constitucionalista nos miramos con recelo en función de estrategias y actitudes más o menos firmes respecto al nacionalismo gobernante. Dirigentes socialistas razonamos la conveniencia de acudir al llamamiento de Ibarretxe contra ETA mientras otros explicaban su no asistencia. Lo mismo ocurrió en el PP. ¡Basta Ya! razonó su presencia y el Foro de Ermua lo contrario.

La vieja división entre nacionalistas y no nacionalistas que fuimos capaces de superar a partir de 1987 con el Pacto de Ajuria-Enea y la coalición de pluralidad PNV-PSE ha vuelto a instalarse con pasiones renovadas y reforzadas. Desde 1998, con el Pacto de Lizarra, la senda de la unidad nacionalista y el giro soberanista del PNV han situado a Euskadi en un camino hacia no se sabe dónde. Pero, sea cual sea ese destino político, lo incuestionable es que la sociedad se rompe sin remedio.

En miles de familias no se puede hablar de política. En la mía, por ejemplo, en la que somos diez hermanos, ciertos temas están vedados. En las cuadrillas de amigos, salvo que sean políticamente uniformes, pasa lo mismo. Todos estamos etiquetados en función de nuestra posición política ante el conflicto: desde los grupos pacifistas hasta los periódicos; desde los curas a los intelectuales. Innumerables signos sociales o símbolos culturales son fronteras, en vez de elementos de cohesión. El idioma que hablas, la TV que ves, el colegio de tus niños, el periódico que lees, las banderas, el folclore, las fiestas populares, hasta los colores; casi todo en Euskadi tiene una interpretación política en clave grupal. Los argumentos contra "los otros" se retroalimentan sin cesar. Cada día añadimos nuevos reproches y nuevas acusaciones que elevan las respectivas trincheras sociales (la última encuesta del Gobierno Vasco acredita que crecen los bloques enfrentados). Lo que dice Joaquín Sabina en uno de sus poemas, aunque hablando del amor, podría aplicarse a nuestro país: "... y cada vez peor, y cada vez más rotos / y cada vez más tú y cada vez más yo / sin rastro de nosotros".

El día anterior a la manifestación de Bilbao que comentábamos al principio anduve de compras en San Sebastián. Era la fiesta de Santo Tomás. Toda la provincia se concentra en la parte vieja en una gran fiesta popular. Muchos jóvenes se visten con las prendas típicas del caserío y expresan, o por lo menos así lo percibimos, una fuerte reivindicación identitaria. En poco más de dos horas me sucedieron varias cosas que reflejan este ambiente que denuncio. Una amiga, viuda de un compañero y amigo asesinado por ETA, me trasladó todas su quejas sobre la evolución política del PSE, y en particular su decepción por nuestra falta de firmeza contra el PNV. Un conocido nacionalista me reprochó el seguidismo que, a su juicio, hace el PSOE del PP en la política vasca. Un viejo liberal donostiarra me expresó su hartazgo de la cultura y de la sociedad nacionalista, y entre unos y otros mi escolta me advirtió de que un grupo de Batasuna se estaba concentrando en mi entorno, por lo que decidimos coger el coche y largarnos de la ciudad. Puede ser una visión subjetiva, pero es real como la vida misma. Al día siguiente en Bilbao, cuando la gente del PNV gritaba e insultaba a Savater y compañía, exploté.

No soy sospechoso de antinacionalismo. Gran parte de mi vida política se explica en esa aspiración de convivencia en paz construida juntos, es decir, junto a ellos. Deploro mucho de lo que se dice y hace contra los nacionalistas fuera de Euskadi. No comparto mucho de lo que el Gobierno y el PP han hecho, hacen y no hacen en Euskadi. Pero a la hora de definir las responsabilidades de este rumbo suicida al que se encamina la nave vasca, tengo que señalar, una vez más, al PNV. En primer lugar, porque siendo el partido mayoritario y gobernando Euskadi desde hace 22 años ha dado un gravísimo giro a su estrategia, abandonando el Estatuto y proponiendo un plan soberanista inconstitucional. En segundo, porque ese proyecto intenta atraer al conjunto del mundo nacionalista, especialmente a la izquierda abertzale, que queda huérfana ante la posible ilegalización de Batasuna y el debilitamiento policial de ETA y sus organizaciones afines. (No es casual que el Euskobarómetro señale a esos votantes como los más ilusionados con el plan Ibarretxe). Esta estrategia es, se quiera reconocer o no, una oferta futura de unidad nacionalista y, junto al proyecto soberanista, es percibida por la comunidad no nacionalista como agresiva e impositiva.

Añadamos a todo ello la falta de compasión con los perseguidos. No es un reproche injusto afirmar que los cargos públicos del PP o del PSOE, los jueces, periodistas, pacifistas, intelectuales, etcétera, que son objetivamente víctimas de un terrorismo nacionalista no se sienten acompañados o defendidos, ni suficiente ni políticamente, por las autoridades nacionalistas.

Pero hay un reproche principal que brota estos días, a la luz de estos acontecimientos que enmarcan este artículo ¿Qué quedará de una comunidad tan dividida? ¿Cuál es el proyecto de país que permita convivir a ciudadanos con sentimientos identitarios tan encontrados y tan exacerbados? ¿Estamos avanzando hacia la conjugación de un "nosotros" común a la ciudadanía vasca o, por el contrario, nos estamos enrocando en dos comunidades enfrentadas? Incluso desde la concepción de "pueblo vasco" más querida para el nacionalismo, ¿qué pueblo quedará? ¿Cuál será su ethos y su demos? ¿Sólo los nacionalistas en dos pequeñas provincias? Cualquiera que sea el significado que pudiéramos dar al "nosotros" vasco, siempre estará configurado por ciudadanos libres y con derechos, en una pluralidad inevitable y enriquecedora, sujetos a un orden democrático de convivencia. Esto es lo que Ibarretxe y el nacionalismo no quieren entender.

El conflicto vasco por excelencia es entonces construir ese orden y conjugar ese marco que nos permita avanzar en libertad hacia un futuro que la democracia y sus reglas no determinan, sino encauzan, haciéndolo posible. Veamos dos ejemplos de dos realidades muy complejas que van construyendo arquitecturas jurídicas capaces para resolver su convivencia. El primero es Irlanda del Norte, que, salvando distancias y diferencias evidentes, está encontrando en la política (y en el abandono de la violencia) su solución.

El segundo es el acuerdo suscrito en Francia estos mismos días entre el Gobierno y las diferentes tendencias de la comunidad musulmana para la integración del Islam sobre una base común de "valores republicanos". Casi diez años de negociaciones y polémicas en un enconadísimo problema de valores cívicos y creencias religiosas fuertemente enfrentadas han encontrado un camino (no una solución milagrosa) para la convivencia ciudadana y el combate a los fundamentalismos extremistas.

Ahora pregunto: ¿es éste el camino que ha elegido el lehendakari? Rotundamente no. Aceptando que no es el único responsable, aunque sí el principal, en Euskadi no se avanza hacia la integración o la convivencia ordenada de una ciudadanía diversa y hasta antagónica en sus identidades y aspiraciones. La política vasca gira sobre un único eje: la derrota de los contrarios. En Euskadi estamos haciendo "... cada vez más tú y cada vez más yo, sin rastro de nosotros".


El País, 28/12/2002